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domingo, 29 de abril de 2012

CHAO



Helena se despertó aquella mañana feliz y tranquila, lo primero que vieron sus ojos fue el desorden de la habitación, pero eso no le importó, le bastó con sentir a su lado al jovencito que creía amar sin medida, para olvidar de inmediato todo lo que le era posible olvidar. Cerca a la cama, había una ventana grande con un pequeño balcón, y aunque la vista no era más que otro edificio y un pedazo de cielo, Helena la encontraba particularmente encantadora.  Estaban en el séptimo piso de un viejo edificio en Harlem, uno de esos que normalmente está invadido por afro-americanos con quienes casi siempre compartían el ascensor. 

Ya era hora de salir a la calle, había mucho por hacer y ese día aún quedaba algo de tiempo. La nieve se acumulaba en los andenes, pero el cielo estaba resplandeciente y Helena notaba como los rayos del sol llegaban directamente a los ojos de Joaquín. Andaban de la mano por las calles, y ella se sentía libre, más sincera que nunca. Aquel día iba sin maquillaje, con su pelo negro al viento, con sus pecas y su sonrisa. Sus senos también iban libres, bajo una camiseta de ‘I love New York’ que Joaquín le había regalado el día anterior, y que le sugirió llevar así porque lo encontraba sexy.

Helena, la chica suramericana, ajena a ese mundo que calificaba como estúpido, con shows de televisión y tarjetas de crédito, se negaba a tener en su closet ropa con letreros gringos, pero por ese entonces, había olvidado lo que no se tenía permitido. Entre sus planes no existía la menor intención de poner los píes en el norte de América, pero sin darse cuenta, su corazón empezó a aceptar eso y muchas cosas más. 

Después de una conversación rápida con un hombre, Joaquín recibió las llaves de una camioneta a la cual subieron juntos para regresar al departamento con prisa. Apenas unas cuadras fueron suficientes para que Helena soñara con desviar el camino y conducir sin dirección alguna a ese lugar cualquiera donde ella quería ir sólo con él. Pero la voz del muchachito la trajo de regreso, la dejó  frente al edificio y le pidió que esperara un rato mientras él buscaba un lugar para estacionar el auto. Al subir a la habitación, las maletas, las cajas y el orden, pronosticaban que algo cambiaría para siempre y, por primera vez, en aquel espacio, ella empezó a ser consciente de la realidad.

Bajó con cuidado la guitarra y la ropa de Joaquín y, con eso, terminaron de acomodar todo en la camioneta. Regresaron juntos a la habitación para cepillarse los dientes antes de partir y, aunque el tiempo les reclamaba, fueron necios y la atracción de sus cuerpos los unió una vez más. Hicieron el amor como las personas hacen cualquier cosa que aman cuando saben que será la última vez, sospechando que ya no habría otra oportunidad.

Al subir a la camioneta el sol empezaba a caer entre las nubes, y un ruido extraño en el estómago de Joaquín les recordó que no habían comido en todo el día. Pero ya ni eso importaba, lo único cierto era que ahora quedaba muy poco tiempo. En medio del tráfico de Manhattan, atravesaron la isla hasta el puente de Brooklyn, y allí asistieron al encuentro con un atardecer inolvidable. Por alguna razón él empezó a tomar fotografías y le pidió a Helena que hiciera lo mismo: fotos de la autopista desde la panorámica del auto, de las calles, del atardecer, de los dos cada vez que el semáforo o el tráfico los detenía; y hasta un video para que el tiempo de los dos quedara congelado en imágenes esa tarde de invierno.

Desde que se conocieron sabían cuándo todo terminaría. En el aeropuerto, un avión esperaba por Helena para llevarla a la nueva vida que eligió en el otro lado del mundo, y Joaquín, quién también se mudaba el mismo día, se quedaría en New York sólo, como quiso estar desde algún momento de su vida. 
Un letrero sobre la autopista anunciaba que estaban cerca al aeropuerto JFK, ya andaba la noche y la despedida no tardó mucho; ambos sabían que era mejor así. Un abrazo, un beso y unas palabras anunciaron la soledad inmensa que los consumió tras la despedida. Helena se alejaba, pero su mirada entre lágrimas continuaba buscando el rostro del muchachito, que de a poco se iba confundiendo entre los demás, sospechando que sin remedio se perdería para siempre.

En el aeropuerto toda la gente se dirigía decidida hacía algún destino, Helena no sabía realmente hacía donde ir. Como pudo, ubicó el mostrador de Singapur Airlines, donde debía hacer el chek-in con rapidez ya que tenía una hora de retraso. Al llegar no había gente. Los pasajeros ya estaban en la sala de espera. Sentía que su cabeza iba a explotar, un poco por el hambre, un poco por la tristeza. Sin ganas de decir una palabra, balbuceo algunas frases en inglés con el trabajador de la aerolínea. Era un joven ecuatoriano, que, de inmediato, se dirigió a ella en español. La interrogó debido a sus lágrimas, pero ella no pudo más que pasarse las manos por la cara y simular una sonrisa. Luego le pidió el pasaporte y al abrirlo, Helena encontró una foto de Joaquín con una nota detrás, que le hizo saltar el corazón. Aún más confundida, continuó con el protocolo y tras una serie de complicaciones, por fin pudo sentarse a esperar para abordar el avión.

Desde el cielo, observaba a través de sus ojos húmedos y pequeños esa isla llena de lucecitas donde hacía apenas unos minutos había dejado a su primer amor. Llevaba en sus manos la fotografía de Joaquín, y cada vez que la miraba, se perdía con nostalgia en su sonrisa. Realmente quería saltar al vació y caer en esa selva de cemento para luchar por vivir en carne y hueso todas las ilusiones que habitaban en su interior. Pero no hubo más opción que cerrar la ventana, cerrar sus ojos y cerrar su corazón. Chao Helena. Chao Joaquín.

miércoles, 14 de marzo de 2012

LA VIDA ESTÁ LLENA DE GOLPES Y CHOCOLATES


Mi nombre es Julia Domínguez, tengo 76 años y quiero contarles una historia:

A los cinco años vivía en uno de los tantos barrios miserables de Bogotá, y allí tuve mi primera pelea a mano limpia con Ana, una vecina un poco más grande que yo. Le di un golpe justo en frente de su madre y de mi padre. Mi pequeña mano tuvo en ese momento la fuerza que definió mi vida, un golpe contundente que dejó uno de sus cachetes rojos como un tomate, y que desató de manera instantánea un llanto escandaloso que alertó a los transeúntes. Ana sólo lloró, no tuvo el valor de responderme de la misma manera, y apenas pudo mirarme desconcertada. A mi no me importó nada. Tenía rabia porque ella siempre tenía las mejores golosinas y se paseaba por mi lado provocándome, sin compartir, y también sin importarle.

Era la hija de doña Gloria, la dueña de la tienda con los dulces más sabrosos del barrio, los dulces de mis sueños. Y yo, era la hija del mecánico, la que jugaba con las tuercas y de vez en cuando andaba con manchas de grasa en la cara. Estaba harta por la actitud de Ana, yo también quería chocolates y caramelos, yo quería que ella me convidara, pero era envidiosa y presumida, y por eso yo creía que se estaba volviendo gorda y fea, como balón de caucho.

Aquella mañana nos encontramos muy temprano frente a la tienda, cuando mi papá fue a comprar los huevos para el desayuno. Yo estaba en pijama, con el pelo desordenado y aún medio dormida. Sólo me bastó con ver a la gorda tragadulces para abrir bien mis ojos negros y clavarle la mirada encima. La tenía fichada, le tenía ganas… a esos manjares que siempre le complacía pasarme por en frente.

Mi papá estaba dentro de la tienda conversando con algunos vecinos y yo permanecía sentada sobre la acera, con mis manos sosteniendo mi cara. Veía mis tennis de colores, tenía los cordones sin ajustar y tampoco tenía ganas de hacerlo. Entonces volví a ver a mi contrincante, que estaba parada junto al poste de la luz, bañada y emperifollada con un vestido color rosa con un moño grande en la espalda, parecía un pastel. Su pelo estaba recogido como una cola de caballo y tan estirado que sus ojos no parecían de este lugar.

De repente sacó de su bolsillo una barra de chocolate grande y provocativa. Cuando la destapó, enseguida su olor se apoderó de mi olfato y se comunicó con mi estómago vacío. Halloween está aún muy lejos y mi marrano lo desocupé la semana pasada para comprar un libro de la escuela, pensé. Metí la mano en mi carterita, pero no encontré más que dos hojas de árbol secas y la mitad de un chicle “Motitas” envuelto aún en su empaque original. Me metí el chicle a la boca, pero no fue suficiente.

Sin embargo me quedaba una opción, así que entré a la tienda y con timidez mire a mi papá, y luego le señalé con mi uno de mis diminutivos dedos la vitrina donde estaban todas las barras de chocolate. Entonces sabía lo que pasaría, y acto seguido, pasó. Un NO rotundo retumbó en aquellas cuatro paredes, y mi estómago que había subido casi hasta mi pecho, bajó de inmediato y se acomodó de nuevo en su lugar.

Sin hacer ningún gesto, salí de nuevo a la calle y vi la boca de Ana, con un bigote de chocolate derretido sobre sus labios, mientras daba otro mordisco. Fue en ese momento, cuando por primera vez tuve un sentimiento extraño, que con el tiempo registré en mi diccionario mental como injusticia. A pesar de ello, esa rara sensación me empujó a lanzar otra pregunta: -¿me das un poquito de tu chocolate?, le dije. Y allí, en esa calle de polvo, rodeada por casas de lata y con suerte de ladrillo, volví a escuchar ese miserable NO.

En mis ojos se reflejó la rabia y la tristeza que invadió mi corazón, y quise lanzarme encima de ella, botarla al piso y quitarle el último pedazo de chocolate que le quedaba, salir corriendo y en la soledad de mi casa, disfrutarlo como nunca antes. Pero sólo unos pocos se atreven a hacer realidad todo lo que pasa por su cabeza, así que sólo me atreví a levantar mi mano derecha y con toda la fuerza que a esa corta edad me salió del alma, le dí una cachetada que estoy segura jamás olvidó.

Entonces su llanto me reconfortó, Ana dejó caer la chocolatina al piso y quedó con las manos libres, pero no para responderme como debía, sino para cogerse la cara y dramatizar más su dolor. Yo debí salir corriendo, huir sin rumbo, pero no, me quedé frente a ella mirándola y disfrutando por algunos segundos de su drama, mientras por dentro sonreía satisfecha.

Para mi desgracia el tiempo no se detuvo, y en menos de lo que pensé, mi padre estaba frente a mí, mirándome con rabia y yo no entendía por qué. Me tomó del brazo y me arrastró hasta la puerta de la casa. Por el camino, los huevos se le cayeron de la bolsa y se hicieron tortilla en el suelo. Mejor hubiera gastado ese dinero en dulces, pensé. Pero cuando entré a la casa mi corazón se aceleró, vi las habitaciones más oscuras y las sentí más frías que de costumbre. Sólo allí fui consiente de mi falta y supe que no eso no acabaría allí.

Como pude, escapé y corrí intentando esconderme, pero fue imposible. Se esfumaron las hadas, los ángeles y los dioses, nadie me salvaría y allí no habría milagro. Me metí debajo de las cobijas de mi cama y no tuve más remedio que esperar mi castigo.

¿Qué tenía que aprender yo a los cinco años? Mucha gente dice que son pocos los recuerdos que nos quedan antes de tener “uso de razón”, pero la gente dice cualquier cosa. Por mi parte recuerdo esa mañana gris de mi infancia como si fuera ayer. Otros dicen que no está bien golpear a otras personas, pero todos sabemos que hemos dado algunos golpes y hay quien se los merece.

Yo di un golpe a causa de lo que  consideré una injusticia, y me devolvieron casi diez. Mi papá me enseñó a punta de golpes, que era malo pegarle a la gente. Yo creo que si aprendí, aunque sea un absurdo, pero finalmente la vida está llena de golpes. Por mi parte le di su merecido a la gorda y estoy segura que también aprendió. ¡Que vivan los chocolates del mundo!

Mi nombre es Julia Domínguez, tengo 76 años y por fortuna tengo muchas historias para contar.

@Ibeth Borbón 

viernes, 3 de septiembre de 2010

UN MILLÓN DE PALABRAS EN IMÁGENES

 "LINDO JUEGO"
"ARCO IRIS DE COLOR ROSA"
"CLAVE DE SOL"
"CLAVE DE SOL"
"ZAPATOS DE BARRO"
"ZAPATOS DE BARRO"
"ZAPATOS DE BARRO"
 
ESPERAMOS TUS OPINIONES Y COMENTARIOS, NOS SERÁN DE GRAN AYUDA.
¡GRACIAS POR ASOMARTE A LA VENTANA PSICODÉLICA!

ILUSTRACIONES: JORGE GARCÍA
HISTORIAS: IBETH BORBÓN

domingo, 20 de junio de 2010

ZAPATOS DE BARRO



Por: Ibeth Borbón

Vuela en un avión sobre una gigantesca ciudad, mira por la ventana y el fulgor de las estrellas se confunde con el brillo de sus pupilas. Afuera el firmamento oscuro y profundo, majestuoso e imponente, y de repente un hombre que acomoda maletas al interior de un cohete lleno de luces la mira fijamente y alza su mano en señal de saludo hasta desaparecer en el espacio infinito. Luego ella baja su mirada y se encuentra con sus píes descalzos, extiende sus manos y las observa vacías. Vuelve a la ventana y las casas de balcones y tejas de barro se acomodan junto a las estrellas, vuelan libres y desprevenidas. Ella dice algunas palabras para sí misma y se echa a reír toda la noche mientras continúa mirando por la mágica ventana.

Sólo debe cerrar los ojos, acostarse en algún lugar y la imaginación hace su trabajo. Los sentimientos se reúnen a discutir qué es lo que ella desea, y entonces como en una película bajo su dirección, vive los sueños más deseados, los más lindos que puede crear. Puede inventar cualquier personaje, acondicionar cualquier escenario, vivir mil veces la misma escena, ir y venir en el tiempo y no hay límites porque allí todo, todo es posible. A veces no quiere abrir los ojos, se deja llevar perdidamente, se detienen todos los relojes del mundo y la realidad se vuelve su enemiga. 

Ya amanece y afuera el agua penetra toda la tierra, las hojas de los árboles caen una tras otra sobre los charcos, los pájaros cantan tímidamente y se refugian en sus nidos con su familia para sentir calor. Al cielo se lo tragó la oscuridad, la ventana mágica desapareció, la risa se apagó, y es hora de abrir los ojos y despertar. Camina como sonámbula y entra al baño tiritando de frio. Trata de mirar una vez más por la ventana del avión, pero un chorro de agua helada la trae de regreso y de nuevo su mirada queda fija en sus pequeños píes descalzos.

Ahora sus ojos grandes y redondos están bien abiertos y se sienta a desayunar. Huevos con tomate y cebolla… vuelve a cerrar los ojos y en seguida se encuentra en una piscina de dulces y chocolates de todas las formas, tamaños, colores y sabores posibles, y aprovecha para probar lo que se le antoja. Un trueno retumba en la casa, de nuevo las pupilas fijas en la mesa, antes de que su mamá regrese cambia su plato lleno de comida por el plato vacio de su hermana y se deshace del problema.

Llega la hora de ir a la calle, apenas abre la puerta respira y se le congelan los pulmones, pero aún así juega con su aliento visible en el aire tratando de hacer figuras. Todavía hay tiempo antes de irse, así que llama a su perra “Barbas” quien sale de su casa de lata, se estira y menea la cola esperando recibir una caricia de su amiga. Juegan algunos segundos en medio de la niebla y el frio desaparece por unos instantes.

-Azul, ¿guardaste en la maleta los zapatos?
-Sí mamá, acá están, limpios como siempre.
-Entonces ven rápido a ponerte los zapatos de barro, es hora de irnos.

Ella se apresura a ponerse los zapatos, se despide de “Barbas” y sale de la casa de la mano de su mamá para emprender el camino de todos los días. Juntas avanzan en las calles vacías en medio de la niebla y desaparecen como fantasmas. Cada paso que dan debe ser cuidadoso y seguro, deben revisar bien el terreno antes de continuar, la lluvia ha hecho lo suyo y aquellas calles sin pavimentar se han convertido en caminos llenos de barro resbaladizo. Después de veinte minutos de cuidadoso caminar se encuentran con un obstáculo difícil de pasar, así que la mamá toma a Azul en sus brazos e intenta pasar despacio por el lugar; pero algo falla y el zapato de barro de la mamá se tuerce y pierde el equilibrio hasta caer al piso y darse un fuerte golpe, evitando que a su hija le pase algo. Solo fue cuestión de segundos, a pesar del dolor en su píe la mamá se levanta y sigue caminando como puede hasta poner a Azul de nuevo en píe y continuar el camino.

Por fin aparece la escuela, todas las niñas corren por el pasillo principal para dirigirse a sus salones. Azul se apresura también hacia una banca, se sienta, saca sus zapatos brillantes e impecables de su maleta y los cambia por sus zapatos de barro. Su mamá los guarda en una bolsa, sonríe y le da un beso en la frente a su hija.

-¿Te duele el píe mami?
-No mi amor, no te preocupes, voy a estar bien.
-Gracias mami, te quiero. Le dice Azul a su madre y le da un fuerte abrazo. –Un día no necesitaremos zapatos de barro, porque el cohete lleno de luces, las casas que vuelan al lado de las estrellas, y la piscina de dulces serán realidad, todo lo veremos con los ojos bien abiertos. Te prometo que cuando regrese del colegio después de hacer mi tarea, voy a limpiar mis zapatos de barro.