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miércoles, 14 de marzo de 2012

LA VIDA ESTÁ LLENA DE GOLPES Y CHOCOLATES


Mi nombre es Julia Domínguez, tengo 76 años y quiero contarles una historia:

A los cinco años vivía en uno de los tantos barrios miserables de Bogotá, y allí tuve mi primera pelea a mano limpia con Ana, una vecina un poco más grande que yo. Le di un golpe justo en frente de su madre y de mi padre. Mi pequeña mano tuvo en ese momento la fuerza que definió mi vida, un golpe contundente que dejó uno de sus cachetes rojos como un tomate, y que desató de manera instantánea un llanto escandaloso que alertó a los transeúntes. Ana sólo lloró, no tuvo el valor de responderme de la misma manera, y apenas pudo mirarme desconcertada. A mi no me importó nada. Tenía rabia porque ella siempre tenía las mejores golosinas y se paseaba por mi lado provocándome, sin compartir, y también sin importarle.

Era la hija de doña Gloria, la dueña de la tienda con los dulces más sabrosos del barrio, los dulces de mis sueños. Y yo, era la hija del mecánico, la que jugaba con las tuercas y de vez en cuando andaba con manchas de grasa en la cara. Estaba harta por la actitud de Ana, yo también quería chocolates y caramelos, yo quería que ella me convidara, pero era envidiosa y presumida, y por eso yo creía que se estaba volviendo gorda y fea, como balón de caucho.

Aquella mañana nos encontramos muy temprano frente a la tienda, cuando mi papá fue a comprar los huevos para el desayuno. Yo estaba en pijama, con el pelo desordenado y aún medio dormida. Sólo me bastó con ver a la gorda tragadulces para abrir bien mis ojos negros y clavarle la mirada encima. La tenía fichada, le tenía ganas… a esos manjares que siempre le complacía pasarme por en frente.

Mi papá estaba dentro de la tienda conversando con algunos vecinos y yo permanecía sentada sobre la acera, con mis manos sosteniendo mi cara. Veía mis tennis de colores, tenía los cordones sin ajustar y tampoco tenía ganas de hacerlo. Entonces volví a ver a mi contrincante, que estaba parada junto al poste de la luz, bañada y emperifollada con un vestido color rosa con un moño grande en la espalda, parecía un pastel. Su pelo estaba recogido como una cola de caballo y tan estirado que sus ojos no parecían de este lugar.

De repente sacó de su bolsillo una barra de chocolate grande y provocativa. Cuando la destapó, enseguida su olor se apoderó de mi olfato y se comunicó con mi estómago vacío. Halloween está aún muy lejos y mi marrano lo desocupé la semana pasada para comprar un libro de la escuela, pensé. Metí la mano en mi carterita, pero no encontré más que dos hojas de árbol secas y la mitad de un chicle “Motitas” envuelto aún en su empaque original. Me metí el chicle a la boca, pero no fue suficiente.

Sin embargo me quedaba una opción, así que entré a la tienda y con timidez mire a mi papá, y luego le señalé con mi uno de mis diminutivos dedos la vitrina donde estaban todas las barras de chocolate. Entonces sabía lo que pasaría, y acto seguido, pasó. Un NO rotundo retumbó en aquellas cuatro paredes, y mi estómago que había subido casi hasta mi pecho, bajó de inmediato y se acomodó de nuevo en su lugar.

Sin hacer ningún gesto, salí de nuevo a la calle y vi la boca de Ana, con un bigote de chocolate derretido sobre sus labios, mientras daba otro mordisco. Fue en ese momento, cuando por primera vez tuve un sentimiento extraño, que con el tiempo registré en mi diccionario mental como injusticia. A pesar de ello, esa rara sensación me empujó a lanzar otra pregunta: -¿me das un poquito de tu chocolate?, le dije. Y allí, en esa calle de polvo, rodeada por casas de lata y con suerte de ladrillo, volví a escuchar ese miserable NO.

En mis ojos se reflejó la rabia y la tristeza que invadió mi corazón, y quise lanzarme encima de ella, botarla al piso y quitarle el último pedazo de chocolate que le quedaba, salir corriendo y en la soledad de mi casa, disfrutarlo como nunca antes. Pero sólo unos pocos se atreven a hacer realidad todo lo que pasa por su cabeza, así que sólo me atreví a levantar mi mano derecha y con toda la fuerza que a esa corta edad me salió del alma, le dí una cachetada que estoy segura jamás olvidó.

Entonces su llanto me reconfortó, Ana dejó caer la chocolatina al piso y quedó con las manos libres, pero no para responderme como debía, sino para cogerse la cara y dramatizar más su dolor. Yo debí salir corriendo, huir sin rumbo, pero no, me quedé frente a ella mirándola y disfrutando por algunos segundos de su drama, mientras por dentro sonreía satisfecha.

Para mi desgracia el tiempo no se detuvo, y en menos de lo que pensé, mi padre estaba frente a mí, mirándome con rabia y yo no entendía por qué. Me tomó del brazo y me arrastró hasta la puerta de la casa. Por el camino, los huevos se le cayeron de la bolsa y se hicieron tortilla en el suelo. Mejor hubiera gastado ese dinero en dulces, pensé. Pero cuando entré a la casa mi corazón se aceleró, vi las habitaciones más oscuras y las sentí más frías que de costumbre. Sólo allí fui consiente de mi falta y supe que no eso no acabaría allí.

Como pude, escapé y corrí intentando esconderme, pero fue imposible. Se esfumaron las hadas, los ángeles y los dioses, nadie me salvaría y allí no habría milagro. Me metí debajo de las cobijas de mi cama y no tuve más remedio que esperar mi castigo.

¿Qué tenía que aprender yo a los cinco años? Mucha gente dice que son pocos los recuerdos que nos quedan antes de tener “uso de razón”, pero la gente dice cualquier cosa. Por mi parte recuerdo esa mañana gris de mi infancia como si fuera ayer. Otros dicen que no está bien golpear a otras personas, pero todos sabemos que hemos dado algunos golpes y hay quien se los merece.

Yo di un golpe a causa de lo que  consideré una injusticia, y me devolvieron casi diez. Mi papá me enseñó a punta de golpes, que era malo pegarle a la gente. Yo creo que si aprendí, aunque sea un absurdo, pero finalmente la vida está llena de golpes. Por mi parte le di su merecido a la gorda y estoy segura que también aprendió. ¡Que vivan los chocolates del mundo!

Mi nombre es Julia Domínguez, tengo 76 años y por fortuna tengo muchas historias para contar.

@Ibeth Borbón 

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